lunes, 28 de noviembre de 2011

Jugar con el tiempo

Las 8 de la mañana. Al segundo “bip” se escucha apagar el despertador en el segundo piso del bloque 53 de la calle García Noblejas. A continuación, un par de estornudos de pecho, de fumador de más de media vida, y seguidamente se oyen unos pasos que se deslizan lentamente por suelo de parqué hasta que resbalan por uno de baldosas. La cafetera comienza a emitir su sonido estridente junto al burbujeo del agua hirviendo. Los platos y tazas chocan entre ellos en la alacena hasta que dos de ellos acaban golpeándose contra la mesa. Después se escucha el ruido de una bolsa de plástico y el portazo de un armario. Finalmente una silla arrastrándose contra el suelo. Ese es el momento en el que Fernando se sienta y grita ¡Antonio, arriba! Y así, todas las mañanas.


Desde el otro lado del pasillo se oyen los lamentos de Antonio que se arropa con fuerza y se enrolla como un bebé contra la pared con el cojín sobre la cabeza. El cuarto está coloreado de luz mañanera que entra firme por la ventana desnuda de toda cortina o persiana.

¡Vamos Antonio, son las ocho y seis!

¡Que voy!- Grita con un gallo de voz (por ser las primeras palabras del día) mientras se incorpora.- “Maldito viejo, acabará conmigo. Cómo puede dormir tan poco y levantarse tan temprano”.


Antonio tiene 40 años, pero vive con su padre desde que su madre les dejo un caluroso 30 de mayo. Fernando no soportaba vivir en esa casa sin ella, y toda la familia en consenso (por supuesto sin contar con Antonio) decidieron que lo mejor sería que se quedara con él hasta que todos ahorraran lo suficiente para llevarle a una residencia. Desde entonces han pasado 5 años. Sin embargo, a simple vista parece que fuera ayer cuando su padre se trasladó a vivir con él. Antonio sigue trabajando en el videoclub de su amigo, aunque la verdad es que se pasa las mañanas en Internet, mientras hace como que no ve a un adolescente disfrutar en la zona del porno. Desde hace tiempo que los días de más ajetreo son 15 clientes tan sólo los que entran en todo el día. Sin novia oficial reconocida, continúa frecuentando esos antros del barrio donde, de vez en cuando, se sube a alguna chica a la habitación y, en fin, ninguna se queda después de conocer a Fernando. O al menos, eso es lo que siempre cuenta Antonio.


A las doce de la mañana toca la hora del paseo. Según Fernando es la hora perfecta. “Ni el frío infernal de la mañana, ni el calor del mediodía. El sol a esta hora calienta pero no molesta. Si hay una hora en la que se puede pasear tranquilamente por el parque es ésta“. Fernando se pasa toda la mañana leyendo el periódico y haciendo los crucigramas esperando a las 12 para salir a la calle.

Justo vuelve a casa para disfrutar de “La ruleta de la fortuna”. No hay un día que se lo pierda. Fernando deja los zapatos limpios, impolutos, aunque viejos, roídos (tiene hasta las suelas despegadas en ambas punteras), justo debajo del perchero donde permanecen su barbour y su bufanda a cuadros desde el invierno pasado. Hoy es 12 de junio. Aunque eso Fernando lo sabe por el calendario. Tiene buena memoria, pero nunca se acuerda del día ni de la fecha. Enciende la televisión y se sienta en el sofá.


Ya son las dos. Antonio ya debería estar aquí. El viejo se levanta lentamente y avanza hasta la ventana del comedor, retira las cortinas de visillo y ve pasar a la gente. Desde allí alcanza a ver el videoclub. La verja está bajada pero Antonio debe estar en el bar. Fernando no sabe cocinar. La última vez que lo intentó se dejó los fogones puestos y a punto estuvo de quemarse con aceite hirviendo. Por otro lado, los filetes carbonizados fueron directos a la basura.

Fernando decide volver a sentarse en el sofá a ver la tele, mientras espera a su hijo para comer. Llaman por teléfono. Alarga la mano y coge el inalámbrico de la mesilla de al lado.

¿Antonio?

¿Papá? Soy Ana. ¿Dónde está Antonio? ¡No me digas que aún no ha llegado! ¡Ya son casi las 3! ¿Te ha vuelto a dejar sólo?

Hola hija. Tranquila, estoy bien. Antonio ha ido a por el pan.

¿Seguro estás bien? No estarás volviendo a encubrir a Antonio, ¿verdad? Sabes que si tienes algún problema con él nos lo puedes contar a Fer y a mí. Nosotros hablaremos con él.

Que no hija, está todo bien aquí. ¿Qué tal en casa? ¿qué tal mis nietos?

¡Uy papá!¡Si los vieras! Priscila y Jaime ya andan, no paran quietos. Aunque, como siempre, a Hugo a veces le entran esos arrebatos de celos y los encierra en el cuarto de baño.

Madre mía, que crío este -dice entre risas- Es un bribonzuelo. Pero no desesperes con él Ana, es normal. Hace un par de años estaba sólo y ahora tiene a dos fierecillas por la casa que lo revolucionan todo. Es normal que se sienta desplazado en parte. Tú también tenías celos de Antonio cuando era pequeño ¿sabes? Y no tenías tanta piedad como Hugo… Directamente tú lo sacabas de casa. Me acuerdo que Encarni, la vecina de enfrente, lo recogía y lo metía en casa a jugar con ella. Siempre que no veíamos a Antonio por casa, ya sabíamos que había pasado. Era una monada de niño, se portaba como ninguno de vosotros de pequeños, que érais unos trastos. Hubo una vez…

Sí ya papá. Pero ahora Fer y yo tenemos un trabajo, una familia y Antonio sigue con la vida que llevaba hace 20 años. Y la única responsabilidad que tiene eres tú y mira las que lía. La última vez que fuimos a verte tenía la casa patas arriba y no te había cambiado las sábanas desde…

Tranquila Ana, todo está bien. Eso fue en Enero, que le pillaste justo después de Navidad y…

No le excuses papá, es un desastre.

Hija…

Papá, lo siento, te tengo que dejar.

Pero…

Bueno te volveré a llamar. Cuídate.


Fernando suspira y cuelga el teléfono con un “Adios hija, cuídate y ven a verme pronto” en la boca, que le sabe a rayos. Otra vez solo. ¿Y ahora qué? Van a ser las 3, y esa es la hora de la pequeña siesta en el sillón de al lado de la ventana, pero aún no ha comido. Se queda fijo en el televisor apagado y respira profundo. Aún con la camisa de los días de diario, la blanca con rayas azules, y los pantalones beige de pinzas que se había puesto para el paseo, se mira y sus labios comienzan a titubear.

Carmen, si tú estuvieras aquí esto no pasaría. Esto no pasaría Carmen, no. Después de comer los dos dormiríamos, y a las cuatro, como siempre rezaríamos por todos, por nuestros hijos, por nuestros nietos. ¡Ay Carmen, si estuvieras aquí y conocieras a Jaime y Priscila! ¡Ay Carmen, cómo te echo de menos!


Sus ojos arrugados comienzan a llenarse de lágrimas mientras él continúa invasivo delante del televisor. El ambiente está cargado, nadie ha abierto las ventanas y se ha formado un olor intenso a sábanas pegadas y a cloaca del baño. A través de las cortinas un rayo de sol consigue entrar y posarse en medio del cuarto donde Fernando reposa. El polvo revolotea en la línea de luz y el silencio queda sosegado por el ruido de los coches y de la gente hablando del otro lado de la ventana.

Finalmente Fernando se levanta y se dirige a la cocina. Abre el primer armario y coge un paquete de galletas. De pie, comienza a pegar pequeños mordiscos a “las María”.

Cuando casi está a punto de terminar la quinta galleta se escucha la cerradura de la puerta girar. Fernando se asusta y tira el paquete al suelo sin querer. Las galletas se estrellan y saltan cubriendo el suelo de migas. Antonio entra en casa, deja el juego de llaves en la mesilla de la televisión y va directo a la cocina.

¡Papá! Pero qué has hecho. ¿Ni para un paquete de galletas se te puede hacer entrar a la cocina? En fin, sal de aquí que yo lo recojo.

Hijo, me has asustado.

Si, ya papá, tranquilo, ¿quién iba a ser sino? Perdón que he llegado tarde, me he liado un poquillo más de cuenta. ¿Te has aburrido mucho?

No, está bien hijo.


En realidad sólo se había retrasado una hora, pero el tiempo se le echó encima a Fernando, literalmente. Para él los días pasan sin más. Están completamente programados para ello. Cuando el cuco sale y no puede hacer lo que le toca hacer en ese momento, se da cuenta de lo poco que es capaz de hacer, se frustra y se vuelve a acordar de Carmen. Entonces ya está perdido.

Antonio comienza a recoger las migas del suelo mientras Fernando le mira con el pie posado sobre la palanca que abre la tapa de la basura. Eran las tres y ocho minutos, y él no ha comido, ni podrá dormir la siesta, ni rezar, porque a las cinco es la hora de contar las pastillas, tomarlas y hacerse los análisis de pulso y peso. Después le toca ejercicio en la bicicleta estática y, tras el programa de las siete, se duchará y cenará. Todas las funciones eran vitales, ninguna con menor importancia que la anterior.

De repente Fernando se queda pálido y comienza a murmurar. “Lo siento, lo siento, lo siento”.

Antonio mira a su padre. “No, lo siento yo papá”- se dijo para sus adentros. Se levanta y gira las manecillas del reloj hasta apuntar a las dos. “Hagamos trampas al tiempo, al tiempo de papá”.

Papá, no llores. Ya está solucionado. En 15 minutos tendrás la comida hecha. Ve poniendo la mesa.

-Pero hijo…

Chssss... No pasa nada, son las dos ¿no? Lo marca el reloj- le dice mientras le guiña un ojo.

Sí, son las dos- y Fernando le devuelve el guiño.

Antonio y Fernando comen en silencio sin encender el televisor como de costumbre. Ninguno se ha atrevido a encenderlo.

La situación se relajo a la tarde y a la hora de cenar los dos hablaron y rieron hasta el momento de irse a dormir. Fernando besa la frente de Antonio y se encierra en su cuarto. Antonio tarda un poco más en irse a dormir. Adelanta la hora del cuco y a las tres de la mañana se levanta sobresaltado en el sofá del salón. Apaga el televisor y se va a dormir. Ahora la casa está el silencio, silencio absoluto.

En el segundo piso del bloque 53 de la calle García Noblejas se escuchan un par de estornudos de pecho, de fumador de más de media vida, y seguidamente se oyen unos pasos que se deslizan lentamente por suelo de parqué. Aún no se ha oído la cafetera, ni los platos, ni el armario, ni la bolsa de magdalenas ni la silla. La rutina en ese momento es diferente, no se ha escuchado el primer “bip” de la mañana.


Antonio esta vez tarda tres horas más en levantarse y lo ha hecho una voz al otro lado del hilo telefónico:

- ¡Vamos Antonio, son las ocho y media!

Se levanta corriendo y se lava la cara en el lavabo del baño. Cuando llega al salón ve a su padre sentado en el sillón que mira hacia la ventana y en el cuco marcan las 12:00. Antonio se acerca y golpea a su padre repetidas veces en el brazo. Al levantar la cabeza justo alcanza a ver la fecha en el cuco: 30-05-04.