martes, 30 de marzo de 2010

dulce agua de río


Caroline siempre había pasado sus vacaciones en la costa. Sus abuelos tenían allí un apartamento y todos los veranos pasaban dos semanas allí con su familia. Los rayos de sol quemaban la piel de Caroline transformando su piel blanca en un color más tostado. Sus primas mayores se convertían en lagartijas en julio. Pasaban horas muertas expuestas al sol. Pero a Caroline no le gustaba ponerse morena, prefiere las pieles pálidas, luminosas y de apariencia delicada.

Todas las mañanas bajaba a la playa que se encontraba justo a dos manzanas de su apartamento, doblando la esquina de la tienda de ultramarinos y pasando los locales que venden libros, cremas, chanclas y bañadores. Caroline odia el olor a pescado y contenía la respiración justo cuando pasaba por delante de los ultramarinos para respirar intensamente el agradable olor a plástico que dejan las colchonetas y flotadores de la tienda playera. Daba la mano a su abuela y cruzaba la carretera que daba justo al paseo con bancos donde algunos se desvestían, otros se quitaban la arena (con mucho más esmero entre los dedos de los pies) o se peinaban las melenas que salpican pequeñas gotitas que hacían cosquillas en las mejillas de Caroline.

Después de ayudar a extender las toallas y enterrar la sombrilla en la arena, Caroline construía con los cubos y palas casas, castillos, jardines, y alguna vez intentó un parque de atracciones (pero eso parecían más las ruinas del coliseo que una montaña rusa). La arena era suave y enterrar los pies en la arena era un placer muy agradable porque le aislaba del intenso sol que asfixiaba la piel, recorrida por gotas mezcladas de sudor y crema. Pero a media mañana no encontraba escapatoria, incluso los pies dentro de la arena ardían. Entonces se dirigía al mar templado del mediterráneo a flotar entre las calmadas aguas. Esa era prácticamente la rutina que se repetía año tras año desde que Caroline tenía 4 años. Esas eran las "vacaciones" tranquilas, relajadas y felices que sus padres le regaban 15 días al año.

Desde el agua Caroline miraba al chico de la sombra. Se situaba siempre exactamente a 5 sombrillas de las suyas. Tumbado en la hamaca leía, escuchaba música o dormía la mayor parte del tiempo. Y casi siempre cuando Caroline salía del agua se cruzaba con él en el camino que a ella le llevaba a la toalla y a él al chiringuito. Caroline tiritaba, tirirí tarará, y corría mirando a la arena con los brazos en cruz. El chico de la sombra andaba lento, calmado con unas gafas negras y una camiseta del mismo color. Seco, pálido y brillante. "Brilla como yo en invierno", pensaba Caroline. A veces Caroline lanzaba sin querer un par de gotas que salpicaban al chico de la sombra. Caroline tiene el pelo rojo y desordenado y no puede evitar que sus traviesos rizos molesten, no sólo a ella cuando su madre la intenta desenredar el pelo, sino también al chico de la sombra cuando pasaba por su lado. Caroline se asustaba. Pensaba en la impresión que le daba a ella cuando está seca que alguien le mojara. Pero al chico de la sombra nunca parecía molestarle. Nada en absoluto. Agarraba su cámara de video con sus manos finas y largas y la elevaba para que las gotas de agua no la rozasen. "Yo creo que debe de tener la piel de marfil, por eso no siente nada.", pensaba Caroline.

El chico de la sombra llevaba siempre a cuestas esa cámara de video vieja pero muy pocas veces la utilizaba. Caroline nunca le había visto usarla pero siempre había querido saber lo que contenía. En su bolsa negra de playa llevaba por lo menos cinco cintas de video, algunas con fechas otras sin, vírgenes a su suponer. A veces las depositaba encima de la mesa del chiringuito al lado de su copa de whisky con hielo y del cenicero con sus, por lo menos, seis colillas apagadas.

El último día de vacaciones el sol también se puso de luto, y Caroline y sus primas decidieron pasar la mañana en el chiringuito. Hacía frío. Todos estaban vestidos y el viento les alborotaba el pelo. Pasaron allí un par de horas y después decidieron irse al apartamento a terminar las maletas. Cuando se dirigieron al camino hecho con vigas de madera Caroline escucho un "pi" y sin pensárselo dos veces se dio la vuelta. Efectivamente el chico de la sombra enfocaba con su cámara hacia ella, firme y sin disimulo. Nunca antes le había visto grabando y le sorprendió que lo hiciera en el momento más triste el día más triste del verano. Él le sonrió y ella le contestó. La aparente frialdad que siempre le había caracterizado, se tornó entonces en un sentido saludo. Su aparente hostilidad cambió dejando ver así en el chico de la sombra su lado más cálido y reconfortante.


El año que Caroline cumplía 18 años fue el primero que no pasó sus vacaciones en Sigtes. Sus abuelos vendieron el apartamento para comprarse una casita en el pueblo donde se criaron de pequeños. Dicen que quieren pasar sus últimos años de vida allí.

Es totalmente diferente a las vacaciones en la playa. Dentro de la casa de piedra siempre hace fresco, al contrario del apartamento donde siempre hacía tanto calor. La hierba de la orilla del río no se la mete por cada recoveco de su cuerpo, como la puñetera arena, y además hay mariquitas, hormigas, ranas y mariposas. Los árboles de la orilla le cobijan del asfixiante calor del verano que siempre sufría en la playa. Lo único que Caroline echaba de menos era el agua tibia y calmada del Mediterráneo. Allí el agua estaba congelada. El primer día que Caroline se intentó bañar en el río, salió espantada de allí. Cuando metió los pies cientos de cuchillos le pareció que se le clavaban y su piel blanquecina comenzó a tornarse en un rojo amoratado.

Un día Caroline se armó de valor y decidió que ese río frío y furioso no iba a poder con ella. No concebía unas vacaciones sin baño, y no iba a permitir que la antipatía del río acabara con su tradición. Fue la única valiente que se atrevió a lanzarse. Sus primas se quedaron tumbadas en la hierba tomando el sol, como siempre.

Caroline introdujo primero un pie, la corriente le hacía cosquillas y el barrizal mezclado con el musgo le dio un poco de asco. Después introdujo el otro pie. No sentía los pies, el agua estaba realmente congelada. Contó hasta tres y se lanzó sin pensarlo al medio del río. Metió la cabeza y nado hasta el otro lado de la orilla. Luego repitió la misma operación otras dos veces. Fue entonces cuando experimentó el paso de la sensación de agua fría a tibia para finalmente volverse cálida y reconfortante. Se dejo llevar un poco por la corriente y se agarró a la rama del árbol que se mantenía a un metro del agua. Cerró los ojos y notó el vaivén del río, su energía y su fuerza. Cuando se decidió a salir orgullosa del río, el desamparo entonces lo encontró en el exterior. El viento le empujó con un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Únicamente sus piernas notaban la acogedora agua que tanto le había costado dominar, junto con un cosquilleo muy agradable en las rodillas a causa de la corriente. La recompensa de su baño fue superior a la que había pensado. Esas aguas heladas, que al principio le parecieron hostiles, terminaron por hacerla sentir una gran felicidad. De repente le vino a la cabeza el chico de la sombra.

Recordó la sensación de alegría cuando él le sonrió por primera vez. Su aparente indiferencia hacia ella y su frialdad se extinguieron con esa dulce mueca en sus labios. Su mirada profunda de color azul cristalino destapaba la coraza, que durante todos esos encuentros veraniegos había mantenido, para mostrar el fondo de un chico dulce y cálido, tan dulce y cálida como el agua de río.




lunes, 15 de marzo de 2010

cambios que no cambian nada

Siempre es posible cambiar, pero Juliette lo hizo en el peor momento, como siempre.
De pequeña su madre le ponía zapatos de niño porque tenía los pies demasiado anchos para llevar manoletinas o zapatos de hebilla. Después se pasó a las playeras, siempre negras, que combinaba con cualquier prenda de su armario ya que sólo vestía chandal. Su madre siempre le regañaba "Hija, arréglate un poco más que pareces un marimacho." Pero, a pesar de que entonces ya podía usar zapatos o incluso botas, ella no se lo planteaba. ¿Por qué tenía que ir tan arreglada si es más incomodo?
La primera falda se la puso con 18 años. Justo el día después de ver a su mejor amiga besando al chico que le gustaba detrás de los setos del colegio. Pensó que igual si de repente daba un cambio, Marcus se fijaría en ella. Pero era demasiado tarde. Clarice llevaba desde los 14 años las minifaldas más cortas de la clase y con su discreta falta azul marino de vuelo no tenía nada que hacer.
A los 25 años, el día de su licenciatura en Químicas se puso sus primeros tacones y a las 12 de la noches, justo en el momento de ir a la fiesta en la discoteca tuvo que pedir un taxi para que le llevara al hospital más cercano.
Ahora a sus 35 años tenía un armario más o menos completo. Vaqueros, trajes, vestido ligeros e incluso de noche, tacones, planos, botas altas, sandalias de esparto y zuecos de madera.
Se casó con su jefe de laboratorio y chatea con hombres todas las noches antes de irse a dormir.
Si toda la vida de Juliette ha sido un desatino, desde los detalles más puntillosos hasta las básicas, esta vez Juliette se ha superado.
Y mientras llueve y en tacones de aguja rojos busca desesperada a Marcus por el pueblo en el que se crió, a las afueras de Zamora, para preguntarle si realmente nunca sintió nada por ella. Si realmente ahora era feliz y si su vida ha estado tan vacía como la suya. Pero Marcus ya no ve ni oye ni siente. Sobre el mármol frío mueren las gotas que riegan las flores marchitas de hace semanas y limpia los recovecos de su nombre y apellidos junto a la fecha 1998.