lunes, 17 de septiembre de 2012

Creer en el destino




¿Es el destino un camino ya marcado? ¿O somos nosotros los que poco a poco vamos labrándolo? Estas preguntas son frecuentemente un motivo de discusión entre los seres humanos. Y créanme que no es fácil de resolver.

Bob Dylan dijo una vez “Con fuerza de voluntad se puede hacer cualquier cosa. Con fuerza de voluntad uno puede determinar su propio destino”. Esto lo he leído hoy. Pero ayer mismo leí un artículo en la revista Quo que hablaba de que la fuerza de la voluntad está ya predeterminada en cada persona. Una parte del cerebro genera unas neuronas que desarrollan el poder de autocontrol. Permitiendo a algunos tener más en cuenta los proyectos a largo plazo, mientras que otros se preocupan más de seguir los impulsos del momento. Algunos lo tienen más desarrollado que otros. Entonces ¿si no tengo mucha fuerza de voluntad, no conseguiré el destino que busco?

Cuando preguntas a un artista, a una persona ilustre (o casi a cualquier persona que haya conseguido algo importante en la vida) cómo ha llegado tan lejos, no es difícil de imaginar que ellos te respondan con palabras como las de Bob Dylan: fuerza de voluntad, tesón, constancia, sacrificio, lucha, motivación...Pero otros, sin embargo hablan de: suerte, oportunismo, momento justo, lo impredecible… ¿Cuáles son realmente los ingredientes para conseguir el destino que uno quiere? ¿El destino está aún sin franquear? ¿O es algo que nosotros no controlamos y está ya decidido antes incluso de que uno lo conozca?

La película de “Corre, Lola, corre” de Tom Tykwer, habla sobre este tema, incapaz de dejar a uno indiferente. Una chica: Lola. Un mismo objetivo/deseo/voluntad: salvar a su novio.  La película repite la misma escena tres veces, pero el final es completamente diferente en cada una de ellas. A causa de acontecimientos a primera vista triviales, el destino cambia radicalmente. En cuestión de segundos, tu vida puede dar un giro. Esta película te plantea esta disyuntiva de una manera muy ilustrativa ¿Quién decide mi destino?

Yo creo que hay un destino ya escrito para cada uno. Y sobretodo creo en el amor casi tanto como en la vida misma. Aquí más que en ningún otra cosa, se demuestra que por mucho que lo busques, muchas veces no está en tu mano que esa persona esperada aparezca.

Creo que existen personas destinadas a compartir su vida juntos. Y creo en las uniones inciertas del destino, que unen más que cualquier búsqueda premeditada.


Este fin de semana me reuní con mis amigos en Madrid para acudir a un festival de música. La fiesta estaba asegurada. Rencuentro con viejos amigos. A, llegado desde Barcelona, T, que vive en Madrid, sus amigos de Pamplona, mi hermana y yo, recién llegadas de Palencia.

El primer día el festival fue todo un éxito, pero desde luego el segundo supero al primero en lo que se refiere a asistencia. De las 15.000 del primer día, el segundo se juntaron 20.000 fanáticos de la música rock indie. No eras capaz de encontrar a nadie en 2 metros a la redonda dentro de ese campo de Rudby. Perderte de la gente era más que probable ¡seguro! Y la situación de dos personas perdidas, intentando localizar con el móvil a sus amigos en un mismo punto no es nada extraño.

En este caso, la extraviada era yo, y el otro perdido, un chico de Tarragona. De manera natural empezamos a comentar lo complicado que era encontrarse entre toda esa gente, comentamos el festival, los grupos por los que veníamos, saliendo así otros festivales, eventos y poco a poco introduciéndonos en una conversación de lo más entretenida. Él me ofreció su móvil para llamar a mi hermana y yo a él el mechero. Después de las presentaciones rutinarias y cruzar un par de frases más, ya con mi hermana presente, decidimos cada uno ir en busca de nuestra gente.

Yo me quedé pensando en lo simpático que me había parecido el chico y lo bien que había estado esa conversación trivial con un desconocido en medio de un festival, pero plantearme volverlo a ver entre toda esa marabunta era prácticamente imposible.

Sin embargo, el destino nos tenía una sorpresa guardada. Al día siguiente, a la una del mediodía con un sol cálido de domingo, me encontraba volviendo, con la misma ropa de ayer, de casa de mi amigo. Tenía en mi cabeza la típica sensación de que todos los domingueros que bajan de sus casas, descansados después de haber dormido, duchados, desayunados, bien vestidos…yendo a misa, a tomar el vermú o a por el pan, se percataban de mi decadente estado. Caminando por el norte de Madrid me encontraba bastante perdida y desorientada. Era una zona completamente desconocida para mí. Me disponía a encontrar el metro de Santiago Bernabéu, y tras 30 minutos andando, y perdiéndome unas cuantas veces, llegué a un paso de cebra donde se veía un metro. Era Nuevos Ministerios, pero bueno, daba igual, metro al fin y al cabo, ¡me venía de perlas! Cruzando el semáforo, un chico pasó delante de mí, ¿Qué? ¿Era el chico de ayer? La verdad es que no reconocía nada de su ropa, y apenas su cara, pero me adelanté a su paso y me giré. Efectivamente llevaba una pulsera del festival. Él me miro y los dos finalmente nos reconocidos.
Perplejos nos reímos de la situación. En un perímetro que únicamente abarcaba un campo de Rugby y unas 20.000 personas reunidas allí, buscar a la gente era como buscar una aguja en un pajar. Pero encontrar a esa persona que conociste ayer de casualidad en Madrid, la ciudad más grande y poblada del país, con 3 millones y medio de personas en un lugar como Nuevos Ministerios, ni siquiera céntrico, resulta simplemente un disparate del destino.

Los dos nos paramos a hablar perplejos. Nos miramos con los ojos como platos y casi con la boca abierta. Nos contamos un poco nuestras aventuras y desventuras de qué hacíamos allí y decidimos intercambiarnos los teléfonos. Yo le dije que no podía guardar su número porque me había quedado sin batería. Resultó que él tampoco tenía batería. De nuevo nos reímos. Perdidos a la misma hora el día de ayer y encontrarnos de esa manera al día siguiente, incomunicados de nuevo, era algo más que gracioso, increíble. “Cuando se lo cuente a mis amigos ni se lo van a creer”- Me dijo él. Decidimos darnos nuestros nombres y probar suerte en las redes sociales. Nos repetimos nuestro nombre y apellido unas cuantas veces intentando memorizarlo y nos despedimos.

Y por eso, este fin de semana me he sentido un poco Lola.

Ahora pienso lo mal que me sentía caminando hacia el metro pensando en lo tarde que era. Me había quedado vagueando en casa de T, cuando  en realidad, tenía que estar cuidando al gato de mis amigos, que me habían dejado a mi cargo. Me agobié cuando me perdí y cruce de acera dos veces para ir al metro. Pero ahora pienso que si hubiera salido antes o no me hubiera perdido, no lo habría encontrado.

La vida, está claro, la forjamos cada uno día a día. Pero, desde luego, lo bonito de ella, es que no somos capaces de controlarlo todo. Que a veces suceden cosas que son fuerza de un destino que nosotros no conocemos, que se nos escapa de las manos, y que pueden cambiar el rumbo de un día, un mes, un año, o puede que la de toda una vida.
Es lo bonito de vivir, que las cosas más hermosas y, también hay que decirlo, las más terribles, ocurren muchas veces cuando nosotros no lo esperamos, fuerza de un destino que nos permanece oculto.

 ¡Qué bonito es vivir! 

miércoles, 6 de junio de 2012


En boca de Frida 


La respetada pintora no sólo hizo arte con sus manos, representando su particular forma de interpretar al mundo. También pronunció algunas frases que pasaron a la historia: 

“Hay algunos que nacen con estrella y otros estrellados, y aunque tú no lo quieras creer, yo soy de las estrelladísimas…” 
“Pies, para que los quiero si tengo alas para volar.” 
“Intenté ahogar mis dolores, pero ellos aprendieron a nadar” 
“Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior” 
“A veces prefiero hablar con obreros y albañiles que con esa gente estúpida que se hace llamar gente culta” 

lunes, 28 de noviembre de 2011

Jugar con el tiempo

Las 8 de la mañana. Al segundo “bip” se escucha apagar el despertador en el segundo piso del bloque 53 de la calle García Noblejas. A continuación, un par de estornudos de pecho, de fumador de más de media vida, y seguidamente se oyen unos pasos que se deslizan lentamente por suelo de parqué hasta que resbalan por uno de baldosas. La cafetera comienza a emitir su sonido estridente junto al burbujeo del agua hirviendo. Los platos y tazas chocan entre ellos en la alacena hasta que dos de ellos acaban golpeándose contra la mesa. Después se escucha el ruido de una bolsa de plástico y el portazo de un armario. Finalmente una silla arrastrándose contra el suelo. Ese es el momento en el que Fernando se sienta y grita ¡Antonio, arriba! Y así, todas las mañanas.


Desde el otro lado del pasillo se oyen los lamentos de Antonio que se arropa con fuerza y se enrolla como un bebé contra la pared con el cojín sobre la cabeza. El cuarto está coloreado de luz mañanera que entra firme por la ventana desnuda de toda cortina o persiana.

¡Vamos Antonio, son las ocho y seis!

¡Que voy!- Grita con un gallo de voz (por ser las primeras palabras del día) mientras se incorpora.- “Maldito viejo, acabará conmigo. Cómo puede dormir tan poco y levantarse tan temprano”.


Antonio tiene 40 años, pero vive con su padre desde que su madre les dejo un caluroso 30 de mayo. Fernando no soportaba vivir en esa casa sin ella, y toda la familia en consenso (por supuesto sin contar con Antonio) decidieron que lo mejor sería que se quedara con él hasta que todos ahorraran lo suficiente para llevarle a una residencia. Desde entonces han pasado 5 años. Sin embargo, a simple vista parece que fuera ayer cuando su padre se trasladó a vivir con él. Antonio sigue trabajando en el videoclub de su amigo, aunque la verdad es que se pasa las mañanas en Internet, mientras hace como que no ve a un adolescente disfrutar en la zona del porno. Desde hace tiempo que los días de más ajetreo son 15 clientes tan sólo los que entran en todo el día. Sin novia oficial reconocida, continúa frecuentando esos antros del barrio donde, de vez en cuando, se sube a alguna chica a la habitación y, en fin, ninguna se queda después de conocer a Fernando. O al menos, eso es lo que siempre cuenta Antonio.


A las doce de la mañana toca la hora del paseo. Según Fernando es la hora perfecta. “Ni el frío infernal de la mañana, ni el calor del mediodía. El sol a esta hora calienta pero no molesta. Si hay una hora en la que se puede pasear tranquilamente por el parque es ésta“. Fernando se pasa toda la mañana leyendo el periódico y haciendo los crucigramas esperando a las 12 para salir a la calle.

Justo vuelve a casa para disfrutar de “La ruleta de la fortuna”. No hay un día que se lo pierda. Fernando deja los zapatos limpios, impolutos, aunque viejos, roídos (tiene hasta las suelas despegadas en ambas punteras), justo debajo del perchero donde permanecen su barbour y su bufanda a cuadros desde el invierno pasado. Hoy es 12 de junio. Aunque eso Fernando lo sabe por el calendario. Tiene buena memoria, pero nunca se acuerda del día ni de la fecha. Enciende la televisión y se sienta en el sofá.


Ya son las dos. Antonio ya debería estar aquí. El viejo se levanta lentamente y avanza hasta la ventana del comedor, retira las cortinas de visillo y ve pasar a la gente. Desde allí alcanza a ver el videoclub. La verja está bajada pero Antonio debe estar en el bar. Fernando no sabe cocinar. La última vez que lo intentó se dejó los fogones puestos y a punto estuvo de quemarse con aceite hirviendo. Por otro lado, los filetes carbonizados fueron directos a la basura.

Fernando decide volver a sentarse en el sofá a ver la tele, mientras espera a su hijo para comer. Llaman por teléfono. Alarga la mano y coge el inalámbrico de la mesilla de al lado.

¿Antonio?

¿Papá? Soy Ana. ¿Dónde está Antonio? ¡No me digas que aún no ha llegado! ¡Ya son casi las 3! ¿Te ha vuelto a dejar sólo?

Hola hija. Tranquila, estoy bien. Antonio ha ido a por el pan.

¿Seguro estás bien? No estarás volviendo a encubrir a Antonio, ¿verdad? Sabes que si tienes algún problema con él nos lo puedes contar a Fer y a mí. Nosotros hablaremos con él.

Que no hija, está todo bien aquí. ¿Qué tal en casa? ¿qué tal mis nietos?

¡Uy papá!¡Si los vieras! Priscila y Jaime ya andan, no paran quietos. Aunque, como siempre, a Hugo a veces le entran esos arrebatos de celos y los encierra en el cuarto de baño.

Madre mía, que crío este -dice entre risas- Es un bribonzuelo. Pero no desesperes con él Ana, es normal. Hace un par de años estaba sólo y ahora tiene a dos fierecillas por la casa que lo revolucionan todo. Es normal que se sienta desplazado en parte. Tú también tenías celos de Antonio cuando era pequeño ¿sabes? Y no tenías tanta piedad como Hugo… Directamente tú lo sacabas de casa. Me acuerdo que Encarni, la vecina de enfrente, lo recogía y lo metía en casa a jugar con ella. Siempre que no veíamos a Antonio por casa, ya sabíamos que había pasado. Era una monada de niño, se portaba como ninguno de vosotros de pequeños, que érais unos trastos. Hubo una vez…

Sí ya papá. Pero ahora Fer y yo tenemos un trabajo, una familia y Antonio sigue con la vida que llevaba hace 20 años. Y la única responsabilidad que tiene eres tú y mira las que lía. La última vez que fuimos a verte tenía la casa patas arriba y no te había cambiado las sábanas desde…

Tranquila Ana, todo está bien. Eso fue en Enero, que le pillaste justo después de Navidad y…

No le excuses papá, es un desastre.

Hija…

Papá, lo siento, te tengo que dejar.

Pero…

Bueno te volveré a llamar. Cuídate.


Fernando suspira y cuelga el teléfono con un “Adios hija, cuídate y ven a verme pronto” en la boca, que le sabe a rayos. Otra vez solo. ¿Y ahora qué? Van a ser las 3, y esa es la hora de la pequeña siesta en el sillón de al lado de la ventana, pero aún no ha comido. Se queda fijo en el televisor apagado y respira profundo. Aún con la camisa de los días de diario, la blanca con rayas azules, y los pantalones beige de pinzas que se había puesto para el paseo, se mira y sus labios comienzan a titubear.

Carmen, si tú estuvieras aquí esto no pasaría. Esto no pasaría Carmen, no. Después de comer los dos dormiríamos, y a las cuatro, como siempre rezaríamos por todos, por nuestros hijos, por nuestros nietos. ¡Ay Carmen, si estuvieras aquí y conocieras a Jaime y Priscila! ¡Ay Carmen, cómo te echo de menos!


Sus ojos arrugados comienzan a llenarse de lágrimas mientras él continúa invasivo delante del televisor. El ambiente está cargado, nadie ha abierto las ventanas y se ha formado un olor intenso a sábanas pegadas y a cloaca del baño. A través de las cortinas un rayo de sol consigue entrar y posarse en medio del cuarto donde Fernando reposa. El polvo revolotea en la línea de luz y el silencio queda sosegado por el ruido de los coches y de la gente hablando del otro lado de la ventana.

Finalmente Fernando se levanta y se dirige a la cocina. Abre el primer armario y coge un paquete de galletas. De pie, comienza a pegar pequeños mordiscos a “las María”.

Cuando casi está a punto de terminar la quinta galleta se escucha la cerradura de la puerta girar. Fernando se asusta y tira el paquete al suelo sin querer. Las galletas se estrellan y saltan cubriendo el suelo de migas. Antonio entra en casa, deja el juego de llaves en la mesilla de la televisión y va directo a la cocina.

¡Papá! Pero qué has hecho. ¿Ni para un paquete de galletas se te puede hacer entrar a la cocina? En fin, sal de aquí que yo lo recojo.

Hijo, me has asustado.

Si, ya papá, tranquilo, ¿quién iba a ser sino? Perdón que he llegado tarde, me he liado un poquillo más de cuenta. ¿Te has aburrido mucho?

No, está bien hijo.


En realidad sólo se había retrasado una hora, pero el tiempo se le echó encima a Fernando, literalmente. Para él los días pasan sin más. Están completamente programados para ello. Cuando el cuco sale y no puede hacer lo que le toca hacer en ese momento, se da cuenta de lo poco que es capaz de hacer, se frustra y se vuelve a acordar de Carmen. Entonces ya está perdido.

Antonio comienza a recoger las migas del suelo mientras Fernando le mira con el pie posado sobre la palanca que abre la tapa de la basura. Eran las tres y ocho minutos, y él no ha comido, ni podrá dormir la siesta, ni rezar, porque a las cinco es la hora de contar las pastillas, tomarlas y hacerse los análisis de pulso y peso. Después le toca ejercicio en la bicicleta estática y, tras el programa de las siete, se duchará y cenará. Todas las funciones eran vitales, ninguna con menor importancia que la anterior.

De repente Fernando se queda pálido y comienza a murmurar. “Lo siento, lo siento, lo siento”.

Antonio mira a su padre. “No, lo siento yo papá”- se dijo para sus adentros. Se levanta y gira las manecillas del reloj hasta apuntar a las dos. “Hagamos trampas al tiempo, al tiempo de papá”.

Papá, no llores. Ya está solucionado. En 15 minutos tendrás la comida hecha. Ve poniendo la mesa.

-Pero hijo…

Chssss... No pasa nada, son las dos ¿no? Lo marca el reloj- le dice mientras le guiña un ojo.

Sí, son las dos- y Fernando le devuelve el guiño.

Antonio y Fernando comen en silencio sin encender el televisor como de costumbre. Ninguno se ha atrevido a encenderlo.

La situación se relajo a la tarde y a la hora de cenar los dos hablaron y rieron hasta el momento de irse a dormir. Fernando besa la frente de Antonio y se encierra en su cuarto. Antonio tarda un poco más en irse a dormir. Adelanta la hora del cuco y a las tres de la mañana se levanta sobresaltado en el sofá del salón. Apaga el televisor y se va a dormir. Ahora la casa está el silencio, silencio absoluto.

En el segundo piso del bloque 53 de la calle García Noblejas se escuchan un par de estornudos de pecho, de fumador de más de media vida, y seguidamente se oyen unos pasos que se deslizan lentamente por suelo de parqué. Aún no se ha oído la cafetera, ni los platos, ni el armario, ni la bolsa de magdalenas ni la silla. La rutina en ese momento es diferente, no se ha escuchado el primer “bip” de la mañana.


Antonio esta vez tarda tres horas más en levantarse y lo ha hecho una voz al otro lado del hilo telefónico:

- ¡Vamos Antonio, son las ocho y media!

Se levanta corriendo y se lava la cara en el lavabo del baño. Cuando llega al salón ve a su padre sentado en el sillón que mira hacia la ventana y en el cuco marcan las 12:00. Antonio se acerca y golpea a su padre repetidas veces en el brazo. Al levantar la cabeza justo alcanza a ver la fecha en el cuco: 30-05-04.


martes, 30 de marzo de 2010

dulce agua de río


Caroline siempre había pasado sus vacaciones en la costa. Sus abuelos tenían allí un apartamento y todos los veranos pasaban dos semanas allí con su familia. Los rayos de sol quemaban la piel de Caroline transformando su piel blanca en un color más tostado. Sus primas mayores se convertían en lagartijas en julio. Pasaban horas muertas expuestas al sol. Pero a Caroline no le gustaba ponerse morena, prefiere las pieles pálidas, luminosas y de apariencia delicada.

Todas las mañanas bajaba a la playa que se encontraba justo a dos manzanas de su apartamento, doblando la esquina de la tienda de ultramarinos y pasando los locales que venden libros, cremas, chanclas y bañadores. Caroline odia el olor a pescado y contenía la respiración justo cuando pasaba por delante de los ultramarinos para respirar intensamente el agradable olor a plástico que dejan las colchonetas y flotadores de la tienda playera. Daba la mano a su abuela y cruzaba la carretera que daba justo al paseo con bancos donde algunos se desvestían, otros se quitaban la arena (con mucho más esmero entre los dedos de los pies) o se peinaban las melenas que salpican pequeñas gotitas que hacían cosquillas en las mejillas de Caroline.

Después de ayudar a extender las toallas y enterrar la sombrilla en la arena, Caroline construía con los cubos y palas casas, castillos, jardines, y alguna vez intentó un parque de atracciones (pero eso parecían más las ruinas del coliseo que una montaña rusa). La arena era suave y enterrar los pies en la arena era un placer muy agradable porque le aislaba del intenso sol que asfixiaba la piel, recorrida por gotas mezcladas de sudor y crema. Pero a media mañana no encontraba escapatoria, incluso los pies dentro de la arena ardían. Entonces se dirigía al mar templado del mediterráneo a flotar entre las calmadas aguas. Esa era prácticamente la rutina que se repetía año tras año desde que Caroline tenía 4 años. Esas eran las "vacaciones" tranquilas, relajadas y felices que sus padres le regaban 15 días al año.

Desde el agua Caroline miraba al chico de la sombra. Se situaba siempre exactamente a 5 sombrillas de las suyas. Tumbado en la hamaca leía, escuchaba música o dormía la mayor parte del tiempo. Y casi siempre cuando Caroline salía del agua se cruzaba con él en el camino que a ella le llevaba a la toalla y a él al chiringuito. Caroline tiritaba, tirirí tarará, y corría mirando a la arena con los brazos en cruz. El chico de la sombra andaba lento, calmado con unas gafas negras y una camiseta del mismo color. Seco, pálido y brillante. "Brilla como yo en invierno", pensaba Caroline. A veces Caroline lanzaba sin querer un par de gotas que salpicaban al chico de la sombra. Caroline tiene el pelo rojo y desordenado y no puede evitar que sus traviesos rizos molesten, no sólo a ella cuando su madre la intenta desenredar el pelo, sino también al chico de la sombra cuando pasaba por su lado. Caroline se asustaba. Pensaba en la impresión que le daba a ella cuando está seca que alguien le mojara. Pero al chico de la sombra nunca parecía molestarle. Nada en absoluto. Agarraba su cámara de video con sus manos finas y largas y la elevaba para que las gotas de agua no la rozasen. "Yo creo que debe de tener la piel de marfil, por eso no siente nada.", pensaba Caroline.

El chico de la sombra llevaba siempre a cuestas esa cámara de video vieja pero muy pocas veces la utilizaba. Caroline nunca le había visto usarla pero siempre había querido saber lo que contenía. En su bolsa negra de playa llevaba por lo menos cinco cintas de video, algunas con fechas otras sin, vírgenes a su suponer. A veces las depositaba encima de la mesa del chiringuito al lado de su copa de whisky con hielo y del cenicero con sus, por lo menos, seis colillas apagadas.

El último día de vacaciones el sol también se puso de luto, y Caroline y sus primas decidieron pasar la mañana en el chiringuito. Hacía frío. Todos estaban vestidos y el viento les alborotaba el pelo. Pasaron allí un par de horas y después decidieron irse al apartamento a terminar las maletas. Cuando se dirigieron al camino hecho con vigas de madera Caroline escucho un "pi" y sin pensárselo dos veces se dio la vuelta. Efectivamente el chico de la sombra enfocaba con su cámara hacia ella, firme y sin disimulo. Nunca antes le había visto grabando y le sorprendió que lo hiciera en el momento más triste el día más triste del verano. Él le sonrió y ella le contestó. La aparente frialdad que siempre le había caracterizado, se tornó entonces en un sentido saludo. Su aparente hostilidad cambió dejando ver así en el chico de la sombra su lado más cálido y reconfortante.


El año que Caroline cumplía 18 años fue el primero que no pasó sus vacaciones en Sigtes. Sus abuelos vendieron el apartamento para comprarse una casita en el pueblo donde se criaron de pequeños. Dicen que quieren pasar sus últimos años de vida allí.

Es totalmente diferente a las vacaciones en la playa. Dentro de la casa de piedra siempre hace fresco, al contrario del apartamento donde siempre hacía tanto calor. La hierba de la orilla del río no se la mete por cada recoveco de su cuerpo, como la puñetera arena, y además hay mariquitas, hormigas, ranas y mariposas. Los árboles de la orilla le cobijan del asfixiante calor del verano que siempre sufría en la playa. Lo único que Caroline echaba de menos era el agua tibia y calmada del Mediterráneo. Allí el agua estaba congelada. El primer día que Caroline se intentó bañar en el río, salió espantada de allí. Cuando metió los pies cientos de cuchillos le pareció que se le clavaban y su piel blanquecina comenzó a tornarse en un rojo amoratado.

Un día Caroline se armó de valor y decidió que ese río frío y furioso no iba a poder con ella. No concebía unas vacaciones sin baño, y no iba a permitir que la antipatía del río acabara con su tradición. Fue la única valiente que se atrevió a lanzarse. Sus primas se quedaron tumbadas en la hierba tomando el sol, como siempre.

Caroline introdujo primero un pie, la corriente le hacía cosquillas y el barrizal mezclado con el musgo le dio un poco de asco. Después introdujo el otro pie. No sentía los pies, el agua estaba realmente congelada. Contó hasta tres y se lanzó sin pensarlo al medio del río. Metió la cabeza y nado hasta el otro lado de la orilla. Luego repitió la misma operación otras dos veces. Fue entonces cuando experimentó el paso de la sensación de agua fría a tibia para finalmente volverse cálida y reconfortante. Se dejo llevar un poco por la corriente y se agarró a la rama del árbol que se mantenía a un metro del agua. Cerró los ojos y notó el vaivén del río, su energía y su fuerza. Cuando se decidió a salir orgullosa del río, el desamparo entonces lo encontró en el exterior. El viento le empujó con un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Únicamente sus piernas notaban la acogedora agua que tanto le había costado dominar, junto con un cosquilleo muy agradable en las rodillas a causa de la corriente. La recompensa de su baño fue superior a la que había pensado. Esas aguas heladas, que al principio le parecieron hostiles, terminaron por hacerla sentir una gran felicidad. De repente le vino a la cabeza el chico de la sombra.

Recordó la sensación de alegría cuando él le sonrió por primera vez. Su aparente indiferencia hacia ella y su frialdad se extinguieron con esa dulce mueca en sus labios. Su mirada profunda de color azul cristalino destapaba la coraza, que durante todos esos encuentros veraniegos había mantenido, para mostrar el fondo de un chico dulce y cálido, tan dulce y cálida como el agua de río.




lunes, 15 de marzo de 2010

cambios que no cambian nada

Siempre es posible cambiar, pero Juliette lo hizo en el peor momento, como siempre.
De pequeña su madre le ponía zapatos de niño porque tenía los pies demasiado anchos para llevar manoletinas o zapatos de hebilla. Después se pasó a las playeras, siempre negras, que combinaba con cualquier prenda de su armario ya que sólo vestía chandal. Su madre siempre le regañaba "Hija, arréglate un poco más que pareces un marimacho." Pero, a pesar de que entonces ya podía usar zapatos o incluso botas, ella no se lo planteaba. ¿Por qué tenía que ir tan arreglada si es más incomodo?
La primera falda se la puso con 18 años. Justo el día después de ver a su mejor amiga besando al chico que le gustaba detrás de los setos del colegio. Pensó que igual si de repente daba un cambio, Marcus se fijaría en ella. Pero era demasiado tarde. Clarice llevaba desde los 14 años las minifaldas más cortas de la clase y con su discreta falta azul marino de vuelo no tenía nada que hacer.
A los 25 años, el día de su licenciatura en Químicas se puso sus primeros tacones y a las 12 de la noches, justo en el momento de ir a la fiesta en la discoteca tuvo que pedir un taxi para que le llevara al hospital más cercano.
Ahora a sus 35 años tenía un armario más o menos completo. Vaqueros, trajes, vestido ligeros e incluso de noche, tacones, planos, botas altas, sandalias de esparto y zuecos de madera.
Se casó con su jefe de laboratorio y chatea con hombres todas las noches antes de irse a dormir.
Si toda la vida de Juliette ha sido un desatino, desde los detalles más puntillosos hasta las básicas, esta vez Juliette se ha superado.
Y mientras llueve y en tacones de aguja rojos busca desesperada a Marcus por el pueblo en el que se crió, a las afueras de Zamora, para preguntarle si realmente nunca sintió nada por ella. Si realmente ahora era feliz y si su vida ha estado tan vacía como la suya. Pero Marcus ya no ve ni oye ni siente. Sobre el mármol frío mueren las gotas que riegan las flores marchitas de hace semanas y limpia los recovecos de su nombre y apellidos junto a la fecha 1998.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Objetos animados

Una gota cae en el fondo de una taza de paredes de cerámica. Una gota que se confunde entre el agua servida anoche. Pero esta gota es diferente, viene de arriba. Puede que haya caido del calefactor, Carlos se está duchando. O quizá de la tubería, acabo de fregar los platos. Aunque aún me queda la taza de cerámica.
Situada sobre la encimera, justo al lado del tostador y del trapo de cocina, parece mirarme melancólica recordándome la noche de ayer.
Llegamos a las seis de la mañana entre risas y trompicones. Nos quitamos la ropa y la tiramos al suelo sin preocuparnos por nada. Caí rendida en el sofá y cuando abrí los ojos Carlos me ofrecía un té caliente de la taza. Sabía a limón y a canela. Su boca estaba caliente. Él había bebido antes que yo. La taza se quedo sobre la mesilla del salón observando y enfriándose mientras nosotros íbamos por el camino inverso.
La luz que entraba por el balcón me despertó. Carlos estaba tirado en la alfombra y yo estaba tapada con la manta del cuarto, que imagino él trajo para taparme.
Cogí la taza de la mesilla y ya no daba el placer de anoche. El agua estaba tibia y el té muerto en el fondo formando nubes oscuras entre el agua amarillenta por la canela, o quizá por el limón.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Mundos de tiza

Pinto las paredes de mi cuarto con tiza de colores, que se borran cuando me apoyo y me arrastro hasta el suelo cada noche cuando llego a casa después de pasear por la ciudad de asfalto y edificios de hormigón.

Me dejo morir sentada en el suelo con mi espalda llena de colores suaves que describen formas abstractas que cuentan cómo en mi cabeza todo es difuso.

Las mariposas se mezclan con las flores violetas. Ya no sé si lo que huelo es pétalo o ala. La niña de la pared cierra los ojos y emborrona su nariz que, como yo, ya tampoco distingue los dulces olores. Sus labios rojizos cubren su cuello como si de una bufanda se tratase. Besan su cuello y descansan en sus hombros que mudan su desnudo por el olor a carmín. Sus piernas se debilitan y quedan absorbidas por el suelo inestable del jardín. Anclada en él, ya no parece saltar. Sus mocasines se han vuelto raíces. La regadera se oxida y se convierte en un charco verde cómo la hierba que riega, la cual se ha convertido en un lago de agua fangosa.

Trato de dale color a mis días con tonos vivos que se difuminan poco a poco con el paso de los días. Repaso las líneas muertas cada mañana para impregnarme de vida justo antes de dormir, cuando la noche lo tiñe todo de negro.

Mi espalda dibuja con mis sueños las sábanas que a la noche son pardas, por la mañana de colores y a la tarde blancas y puras, cómo un lienzo antes de ser sentido, antes de desvirgarlo.