miércoles, 25 de febrero de 2009

Lava volcánica

Tirada en sofá alarga el brazo para alcanzar el paquete de tabaco que se encuentra entre platos sucios y servilletas usadas. Eleva un poco la espalda apoyando sus codos contra los almohadones y se saca el mechero del bolsillo izquierdo del pantalón.

Da un par de caladas al cigarrillo intensas, al expulsar el veneno mira el techo y alcanza a ver como el humo se entrecruza formando ondas que le relajan.

La ceniza ya resbala del cigarro y de nuevo alarga su pesado brazo para coger el cenicero. Instintivamente su brazo se vuelve plumífero y lo aparta rápidamente saltando del sofá con el corazón a punto de salírsele por la boca. El cenicero de barro está ardiendo. Es lo que se temía, el volcán está empezando a calentar y dentro de poco explotará. Desde las inmensidades de la Tierra un volcán despierta y sopla un turbio calor signo de erupción.

Ahora tan sólo sabe que va a suceder. Pero se tumba de nuevo en el sofá para ver bailar al humo y cuando tira la ceniza procura no tocar en recipiente.

Pasan los días y el cenicero sigue su curso, sigue ardiente, cada vez más. El día que en el que empezó a sacar humo ella ya se lo temía. Volvía de la calle de hacer los recados típicos de cada día. Comprar crema de manos, rotuladores de colores y un par de cosas en el supermercado.

El humo comienza a ensuciar la habitación, ahora casi no se distinguen las ondas del humo, todo es gris. Abre las ventanas y comienza lo inevitable. Tiene que salir de allí. Pero se lo toma con calma, sabe que aunque el volcán pronto erupcionará, tiene tiempo de recoger todo lo que pueda en proporción a las maletas de las que dispone.

Es curioso que lo primero que escoge entre todas las cosas son sus libros que le harán ser una grandiosa diseñadora en el futuro, y sus estrafalarias botas que le hacen crecer mucho.

El calor comienza a dejar de ser calor y comienza a ser fuego. Una pequeña llama va abriendo un boquete en la mesa donde el cenicero aún reside y el cigarro se hace puro, y el puro, fuente.

Sale de casa pensando relajada y sin preocupación alguna en lo que hará mañana, arrastrando la maleta y dejando atrás una casa ya llena de lava volcánica, y un humo que sale por el tejado que se ve a kilómetros de distancia.

Este ha sido mi sueño nocturno

martes, 24 de febrero de 2009

6:00 am

Los calcetines hasta arriba. La goma le marca los gemelos, le corta la sangre, pero irán cediendo. A medida que avance por la ciudadela y se aleje de la presión que escondía ese cuarto destartalado lleno de recuerdos y calcetines usados debajo de la cama.
Coge aire y corre, no acaba de saber a qué velocidad, solo sabe que los árboles cada vez se mueven más rápido a su lado, estáticos pero con continuos balanceos. Las hojas se tornan para saludarle. O igual solo saludan al viento, pero ella se interpone en su acariciar mutuo. Sonríe mientras les ve hacerse carantoñas.
Pierde la noción del tiempo y el espacio. Recuerda que dejó el reloj sobre el lavabo del baño y ha olvidado cuál es ese parque que le rodea. Sí, antes había estado en ese lugar. La presión que sentía en su cuarto le vuelve a oprimir el corazón. Creyó dejar encerrados los recuerdos en el saco de la ropa sucia, junto con las sábanas sobadas que olían todavía a aquella noche maravillosa.
El banco de piedra y la mesa con restos de picnic parecen deprimidos. Tan sólo unos restos de pan y una corriente de hormigas recorren sus grietas. Pero gritan, gritan tanto que ella cierra los ojos con fuerza y se tapa las orejas con las dos manos. Sus piernas ya descontroladas no corren, huyen. Y sus calcetines ya se han despegado de su piel para acariciar sus tobillos con suavidad, como él lo hacía.

Despertares salados

Ardiente sueño en sucio que se aclara en la oscuridad de la noche. Los pasos marcan el comienzo de un principio sin final. Me mira y le miro, en silencio, siempre en silencio. Estamos solos.
Se acerca despacio con media sonrisa dibujada en su boca y sus ojos redondos sonríen aún más.
Sus labios mojados comienzan a resbalar sobre los míos. Acompasando nuestras lenguas que bailan en territorio desconocido el beso nunca ensayado y siempre perfecto. La danza clásica suena en nuestras bocas para convertirse en una tribu africana violenta que se mueven al son de los tambores. Dobles latidos que rebotan en nuestros pechos pegados.
Me eleva los brazos con sus delicadas manos de pintor para que difumine el cielo. Asciende la descuidada blusa que se despide en la cúspide de mis largos dedos formando el arco iris definitivo.
Ahora su jersey granate rodea la pata de la cama. Y sus negros tejanos se estiran el suelo haciendo el spagatt, sellados por las gastadas suelas de los zapatos que reposan sobre los bajos.
Mi pelo revuelto se estremece entre los rasgos de su cara. Dulces ojos que relucen a través de mis mechones y se cruzan con los míos, mientras yo intento no pestañear para no desaparecer.
Sus manos se deslizan sobre mi cuerpo como las olas acarician las rocas de la costa, que asoman de entre la espuma para sentir el huracanado vaivén.
Rodeo su cintura con mis piernas que le atrapan como presa entre barrotes de algodón de la encarcelaria cama de la que no saldríamos nunca.
Meciendo su torso termina tumbado con mis brazos alrededor de su cuello.
Movimientos rítmicos y acompasados miden los segundos que pasan. Tiempo tierno para recordar semejando así el infinito.
El aire desciende por mi nariz. Sale en un grito desesperado como si mis pulmones fueran aplastados. Aunque el peso más que pesado, es pluma. Aquella que cae delicadamente de la revoloteadota gaviota que extiende sus alas sobre mis senos.
Peino sus cejas negras, cierro sus grandes ojos, recorro su afilada nariz hasta alinear sus dientes con la punta del índice. Y se duerme.