miércoles, 25 de noviembre de 2009

Mundos de tiza

Pinto las paredes de mi cuarto con tiza de colores, que se borran cuando me apoyo y me arrastro hasta el suelo cada noche cuando llego a casa después de pasear por la ciudad de asfalto y edificios de hormigón.

Me dejo morir sentada en el suelo con mi espalda llena de colores suaves que describen formas abstractas que cuentan cómo en mi cabeza todo es difuso.

Las mariposas se mezclan con las flores violetas. Ya no sé si lo que huelo es pétalo o ala. La niña de la pared cierra los ojos y emborrona su nariz que, como yo, ya tampoco distingue los dulces olores. Sus labios rojizos cubren su cuello como si de una bufanda se tratase. Besan su cuello y descansan en sus hombros que mudan su desnudo por el olor a carmín. Sus piernas se debilitan y quedan absorbidas por el suelo inestable del jardín. Anclada en él, ya no parece saltar. Sus mocasines se han vuelto raíces. La regadera se oxida y se convierte en un charco verde cómo la hierba que riega, la cual se ha convertido en un lago de agua fangosa.

Trato de dale color a mis días con tonos vivos que se difuminan poco a poco con el paso de los días. Repaso las líneas muertas cada mañana para impregnarme de vida justo antes de dormir, cuando la noche lo tiñe todo de negro.

Mi espalda dibuja con mis sueños las sábanas que a la noche son pardas, por la mañana de colores y a la tarde blancas y puras, cómo un lienzo antes de ser sentido, antes de desvirgarlo.

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